Juan Ramón Molina nació el 17 de abril de 1875 y falleció el 2 de noviembre de 1908.
Es uno de los grandes exponentes del modernismo en Centroamérica y su obra de gran calidad literaria lo consagra como el escritor hondureño más universal. Fue el primer poeta de Honduras que salió de Centroamérica para embeberse en las corrientes culturales de otras latitudes.
Fue Juan Ramón Molina poeta de primerísima categoría y aunque cultivó la prosa en la que logró bellas y armoniosas realizaciones, como su cuento “El Chele”, estas no pueden darse un puesto en la literatura universal como se otorga a su obra poética que está dentro del modernismo más puro y une la calidad poética y lo depurado de la forma con una finísima sensibilidad.
Su contribución a la cultura hondureña y a la literatura en general lo convierte en uno de los grandes referentes de las letras hispanoamericanas y en un orgullo para Honduras.
Una selección de poemas del gran escritor, a quien Miguel Ángel Asturias llamó el más grande poeta modernista después de Rubén Darío:
Péscame una sirena, pescador sin fortuna
Que yaces pensativo del mar junto a la orilla
Propicio es el momento porque la vieja luna
Como un mágico espejo entre las olas brilla
Han de venir hasta esta rivera una tras una
Mostrando a flor de agua su seno sin mancilla
Y cantarán en coro, no lejos de la duna
Su canto que a los pobres marinos maravilla
Penetra al mar entonces y escoge la más bella
Con tu red envolviéndola, no escuches su querella
Que es como el canto aleve de la mujer. El sol,
La mirará mañana entre mis brazos loca
Morir bajo el martirio divino de mi boca
Moviendo entre mis piernas su cola tornasol.
Hermano mío en el arte y en la lira sagrada,
que de la vieja estigia, sentado en un recodo,
me dices que las cosas de este mundo son nada,
pero que las del otro, las del celeste, todo.
No siembres esa lívida seta emponzoñada
en mi jardín de sueños, con tan amable modo,
sino una vid de vida, de racimos cargada,
que de alegría deje el corazón beodo.
Le cortaron la cabeza
A un desventurado loco
Que de un mal desconocido
Se murió en el manicomio,
Y arrojaronla al jardín
Donde, a la hora del bochorno,
Él hablaba con las rosas
Y con los claveles rojo,
O con aire de sonámbulo
Recitaba sus monólogos.
Cayeronse los cabellos
Con los músculos del rostro,
Y se comieron las aves
A picotazos los ojos;
Coció el sol dentro del cráneo
Como si fuera horno
El cerebro, y en gusanos
Fatídicos y horrorosos
Transformose aquella masa
De células y de fósforo.
Después cuando el jardinero
Del jardín del manicomio
Sacudió la calavera
Entre sus dedos callosos,
Surgieron alborotadas
Mil mariposas de oro.
Brillaron chispas extrañas
En las cuencas de los ojos
Y chocaron como riéndose
Las mandíbulas del loco.
Metempsicosis
Del ancho mar sonoro fui pez en los cristales,
que tuve los reflejos de gemas y metales.
Por eso amo la espuma, los agrios peñascales,
las brisas salitrosas, los vívidos corales.
Después, aleve víbora de tintes caprichosos,
magnéticas pupilas, colmillos venenosos.
Por eso amo las ciénagas, los parajes umbrosos,
los húmedos crepúsculos, los bosques calurosos.
Pájaro fui en seguida en un vergel salvaje,
que tuve todo el iris pintado en el plumaje.
Amo flores y nidos, el frescor del ramaje,
los extraños insectos, lo verde del paisaje.
Torneme luego en águila de porte audaz y fiero,
tuve alas poderosas, garras de fino acero.
Por eso amo la nube, el alto pico austero,
el espacio sin límites, el aire vocinglero.
Después, león bravío de profusa melena,
de tronco ágil y fuerte y mirada serena.
Por eso amo los montes donde su pecho truena,
las estepas asiáticas, los desiertos de arena.
Hoy (convertido en hombre por órdenes obscuras),
siento en mi ser los gérmenes de existencias futuras.
Vidas que han de encumbrarse a mayores alturas
o que han de convertirse en génesis impuras.
¿A qué lejana estrella voy a tender el vuelo,
cuando se llegue la hora de buscar otro cielo?
¿A qué astro de ventura o planeta de duelo,
irá a posarse mi alma cuando deje este suelo?
¿O descendiendo en breve (por secretas razones),
de la terrestre vida todos los escalones,
aguardaré, en el limbo de largas gestaciones,
el sagrado momento de nuevas ascensiones?
Río Grande
Sacude, amado río, tu clara cabellera,
eternamente arrulla mi nativa ribera,
ve a confundir tu risa con el rumor del mar.
Eres mi amigo. Bajo tus susurrantes frondas,
pasó mi alegre infancia, mecida por tus ondas,
tostada por tus soles, mirándote rodar. . .
Presa fui del ensueño. Tus guijarros brillantes
me parecían gruesos y fúlgidos diamantes
de un Visapur incógnito de rara esplendidez;
y —en sonoro y límpido cristal de luna llena—
el espejo de plata de una falaz sirena
de torso femenino y apéndice de pez.
¡Oh infancia! ¡Quien te hubiera parado en tu camino!
Dueño era de la lámpara de iris de Aladino,
de su mágico anillo, de su feliz candor:
como él, tuve pirámides de gemas fabulosas,
un alcázar magnífico, mil esclavas hermosas,
y fue mi amada la hija de un gran emperador.
Más, todo fue más frágil y breve que tu espuma,
más efímero y vago que la temprana bruma,
que sube de tus aguas hacia el celeste azur;
arenas confundidas en tu glacial corriente,
pájaros errabundos que buscan lentamente
las vírgenes florestas que bañas en el Sur.
Lejos de estas montañas, en un lugar distante,
soñaba con tu fresca corriente murmurante,
como en la voz armónica de una amada mujer;
con tus ceibas y amates y tus yerbas acuáticas,
con tus morenas garzas, inmobles y hieráticas,
que duermen en tus márgenes al tibio atardecer.
Cuando volví a mirarte el opio del hastío
me envenenaba; pero tu grato murmurío,
tornó a dar a mí espíritu una sedante paz:
lavaste con tos olas agrias levaduras,
mi corazón llenaste de cándidas ternuras,
y una nueva sonrisa iluminó mi faz.
Amo tus grandes pozas de tonos verdioscuros,
tus grises arenales y los peñascos duros,
con los que a veces trabas una furiosa lid;
y tus abrevaderos, que cubren enramadas,
donde su sed apagan las tímidas vacadas,
como en las fuentes bíblicas el ciervo de David;
las flores de tus ásperos y espesos matorrales,
tus islotes, cubiertos de espinos y chilcales,
y los musgosos árboles que en tu margen se ven,
el gránulo de oro que en tus arenas brilla,
la raíz que como sierpe se sumerge en tu orilla,
la rama que te besa con rítmico vaivén.
Tus aguas salutíferas me dieron nueva vida.
Infatigable buzo, perseguí en su guarida
a la ligera nutria debajo del peñón;
crucé con fuerte brazo tus remolinos todos,
conocí los peligros que ocultan tus recodos
y me dejé arrastrar de tu canturria al son.
A veces, en las tardes, con perezoso paso
he seguido tus márgenes, que el sol, desde el ocaso,
dora con los destellos de su postrera luz,
presa de una profunda, tenaz melancolía,
tejiendo ensoñaciones de vaga poesía,
que mi Tabor ha sido, pero también mi cruz!
¿Qué dicen los polífonos murmullos de tus linfas?
¿Son risas de tus náyades? ¿Son quejas de tus ninfas?
¿Pan tañe en la espesura su flauta de cristal?
Oigo suspiros suaves… gimen ocultas violas…
alguien dice mi nombre desde las claras olas,
oculto en los repliegues del líquido raudal.
¡En vano estoy inquieto, clavado en tu ribera!
No miraré, ¡oh náyade! tu verde cabellera,
ni el jaspe de tus hombros, ni el nácar de tu tez;
sólo percibo, bajo la superficie fría,
—joyel de una cambiante y ardiente pedrería—
cual súbito relámpago, un fugitivo pez.
De noche —en esas noches solemnemente bellas—
una por una bajan del cielo las estrellas
medrosas, en tu tálamo de aljófar a dormir;
y cuando se despierta la virginal mañana,
vestida con su túnica magnífica de grana,
huyen a sus palacios de plata y de zafir.
En los postreros meses del tórrido verano
semejas un medroso y claudicante anciano,
de empobrecidas venas y de cascada voz;
tus árboles parecen raquíticos enfermos,
tus eras se transforman en miserables yermos,
segadas por el filo de una candente hoz.
Por todos lados hallan los encendidos ojos,
lajas resplandecientes, misérrimos rastrojos
y pedregales agrios donde te encharcas tú;
duermen las lagartijas su siesta en los barrancos,
y la torcaz del monte —en los escuetos flancos—
se queja bajo un cielo de vívido tisú.
Más ya las nubes abren sus lóbregas entrañas:
un diluvio benéfico desciende a las montañas,
cien arroyos hirvientes hasta tu cauce van;
arrastras en tu cólera los más robustos troncos,
y sacudiendo peñas y dando gritos roncos,
pareces el hermano del hórrido huracán.
Pláceme así mirarte cuando a tu orilla acudo,
cuando me precipito —enérgico y desnudo—
en tus revueltas aguas que reventar se ven;
y aspiro de tus bosques el capitoso efluvio
y pienso que eres una corriente del diluvio
que fragorosa bate mi palpitante sien.
Porque amo todo aquello que es grande o que es sublime:
el águila tonante, no el pájaro que gime,
el himno victorioso, no el verso femenil;
las mudas, y solemnes, y vastas soledades,
los lúgubres abismos, las fieras tempestades,
todo lo que es soberbio, grandioso o varonil!
Te amo por eso cuando con vigorosas alas,
te cruza —mientras turbio y aterrador resbalas—
lanzando ásperos gritos el martín pescador;
y, columpiando agrestes parajes nemorosos,
vas a asustar los viejos caimanes escamosos,
tendidos en la costa con plácido sopor.
Sigue rodando, oh río, por tus eternos cauces,
ve a endulzar del enorme Pacífico las fauces,
sé un manantial perenne de vida y de salud;
muy pronto iré a tu orilla, con ánimo cobarde,
bajo la paz augusta de una tranquila tarde,
a recordar mi loca y ardiente juventud.
Mañana —cuando me haga sus misteriosas señas
la muerte— bajo un lote de cardos y de breñas,
en una humilde fosa tendré que reposar;
sin que ninguno inscriba, pues de verdad nadie ama,
sobre una piedra mísera y tosca un epigrama
piadoso, que a las gentes convide a meditar.
Pero mi oscuro nombre las aguas del olvido
no arrastrarán del todo; porque un desconocido
poeta, a mi memoria permaneciendo fiel,
recordará mis versos con noble simpatía,
mi fugitivo paso por la tierra sombría,
mi yo, compuesto extraño de azúcar, sal y hiel.
Envuelto en un solemne crepúsculo inefable,
dirá tal vez pensando en nuestro ser variable:
“Cual nuestro patrio río su espíritu fue así:
soberbio y apacible, terrífico o sereno,
resplandeciente de astros y túrbido de cieno,
con rápidos, y honduras, y vórtices”. Tal fui.
Tal fui, porque fui hombre, oh soñador ignoto,
pálido hermano mío, que en porvenir remoto
recorrerás las márgenes que mi tristeza holló.
¡Que el aire vespertino refresque tu cabeza,
la música del agua disipe su tristeza
y yazga eternamente, bajo la tierra yo!
Águilas y Cóndores
Portaliras ilustres de nuestro Continente:
miremos el futuro con ojos de vidente,
con ojos que irradiasen –de sus cuencas sombrías–
la luz de las más grandes y fuertes profecías;
la luz de Juan –con su águila y su delirio a solas–
frente al eterno diálogo de las convulsas olas,
que oyeron bajo un cielo de horror y cataclismos
las cosas que le dijo la lengua del abismo;
voces de Dios: hipérboles, parábolas y elipsis,
¡que truenan en el antro del negro Apocalipsis!
¿Hermanos no seremos en la América? Todos
nacimos de gérmenes vitales de los lodos:
desde el rubio hiperbóreo que en el norte domina
hasta el centauro indómito de la pampa argentina,
que rige los ijares de su salvaje potro
como las ruedas rítmicas de su máquina el otro,
cual si quisieran ambos –henchidos de arrogancia–
suprimir el obstáculo del tiempo y la distancia.
Para Dios –que los orbes con su palabra crea;
que, antes que el viejo cosmos, hizo el fiat de la idea,
dando así –en la medida de su alto pensamiento–
más valor a una sílaba que a todo el firmamento,
porque hay una mecánica más divina y completa,
en una hermosa idea que en el mejor planeta;
para ese Dios que todo lo ve, lo pesa o traza,
no hay en el Nuevo Mundo más que una sola raza,
raza que tiene sones de próxima marea
a los pies de los Andes: muralla ciclopea,
dragón en cuyo dorso se erizan cien volcanes,
que barre con su apéndice el mar de Magallanes,
y tritura en sus dientes –en la región del bóreas–
un enorme oso blanco: las tierras hiperbóreas.
¿Quién habla de conquistas fatales? El destino
nos lleva a grandes pasos de luz por el camino
que se hunde en las abruptas gargantas de la historia.
Calienta nuestros éxodos un almo sol de gloria;
de otras razas cargamos los cíclicos escombros
para oprimir en ellos nuestros hercúleos hombros;
cortamos en los bosques las más ilustres palmas;
fundimos en las almas antiguas nuestras almas;
seguimos, como norma de vida, los ejemplos
máximos; el Dios único se adora en nuestros templos;
somos los herederos de un mundo amortajado:
¿Qué hacer con ese enorme depósito sagrado?
¡Un manantial de bienes, magnífico y fecundo!
Cuando Dios nos donara este soberbio mundo;
cuando trazó a Colombo su misteriosa estela,
soplando –desde el cielo– la lona de su vela;
cuando le envió –del fondo de incógnitas orillas–
como señal de tierra, sus algas amarillas;
cuando empujó benigno, con invisibles manos,
la popa en que los graves patriarcas puritanos,
confiándose en su Biblia, iban cantando en coro,
sobre las turbias aguas del piélago sonoro,
para –que en la enormes y hostiles soledades–
alzaran sus soberbias y cíclicas ciudades;
cuando envió sus ciclones y sus borrascas fieras
a Cabral –arrojándole a costas brasileras–
para que las sublimes trompetas de la fama
proclamasen su nombre con el del alto Gama,
y el genio lusitano brillara prepotente
desde el remoto Oriente al lejano Occidente,
no fue para dar vida a razas de Caínes:
¿cómo iban a ser esos sus misteriosos fines?
Fue para que –de América en el feliz regazo–
nos diéramos eterno y fraternal abrazo
de amor –de los dos mares al gigantesco arrullo–;
de sus florestas tórridas al lírico murmullo,
donde el Pan del futuro ensayará su flauta
ajustando sus sones a una divina pauta de paz.
Junto a los ríos de milenarios cauces,
donde abrevar pudieran sus sitibundas fauces,
sin que faltara un átomo de su raudal ameno
¡los corceles de Atila, de Tamerlán y Breno!
¡Razas del Nuevo Mundo! Pueblos americanos:
en este continente debemos ser hermanos,
bajo el techo de estrellas de nuestro Eterno Padre
la madre de nosotros es una misma madre,
es una misma Niobe, que nos brindó su seno,
de calor y de leche, y de dulzura lleno;
inagotable seno cuyo licor fecundo
dará la vida a todos los huérfanos del mundo.
Que la discordia huya de esta fragante tierra;
cerremos las dos puertas del templo de la guerra;
en el Tártaro ruede la Caja de Pandora.
¿Acaso nos alumbra una feliz aurora?
Ya despuntó. Un Apolo más joven y bizarro
sujeta a su cuadriga el argentino carro.
Parte como un relámpago. En el azul sereno
repercute su fuga como un alegre trueno.
Una luz de milagro en el Oriente asoma.
Voló del arca sobre la tierra una paloma
para escrutar el légamo de los viejos diluvios.
Un viento matutino, pletórico de efluvios,
sobre todas las frentes de la América avanza.
Cada pecho es como urna de paz y de esperanza;
florecen nuevas rosas en agresivos cardos;
las llagas se suavizan con ungüentos de nardos;
los crótalos de la ira no vierten sus ponzoñas;
aceites de consuelo se ven en las carroñas;
Caín –con su salvaje melena alborotada–
no blande enloquecido su criminal quijada;
un cántico armonioso preludian las mareas.
¿Qué miro?
Grandes hordas de pueblos y de ideas
viven sobre la música de las mareas sordas;
revueltas muchedumbres, cosmopolitas hordas,
y gentes, y mesnadas y pueblos y naciones.
Escucho la pisada febril de sus talones,
el latir de su pechos hirvientes como fraguas
sus lenguas; como el grave rumor de muchas aguas;
oigo sonar sus místicos y melodiosos bronces
glorificando al Dios del Universo. Entonces
El ha de ver –del fondo de su divino cielo–
pasar, bajo las nubes, un fragoroso vuelo,
un gran tropel de pájaros de gritos resonantes:
una bandada de águilas y cóndores gigantes,
unánimes, encima de los más altos montes,
perdiéndose en sublimes y azules horizontes.
¡Y ante esa visión de aves, fortísimas y hurañas,
tendrá como un gran gozo de miel en las entrañas!
Salutación a los Poetas Brasileros
Con una gran fanfarria de roncos olifantes,
con versos que imitasen un trote de elefantes
en una vasta selva de la India ecuatorial,
quisiera saludaros -hermanos en el duelo-
en las exploraciones por la tierra y el cielo,
en el martirologio de los circos del mal.
Mi Pegaso conoce los azules espacios.
Su cola es un cometa, sus ojos son topacios,
el rubio Apolo y Marte cabalgarían en él;
relinchará en los céspedes de vuestro bosque umbrío,
se abrevará en las aguas de vuestro sacro río,
y dormirá a la sombra de vuestro gran laurel!
Venir pude en la concha de Venus Citerea,
sobre el áspero lomo del león de Nemea,
en el ave de Júpiter o en un fiero dragón;
en la camella blanca de una reina de Oriente,
en el cuerpo ondulante de una alada serpiente,
a bordo de la lírica galera de Jasón.
O en la fornida espalda de un genio misterioso,
o envuelto en la vorágine de un viento proceloso,
o de una negra nube en el glacial capuz;
en la marea argentina de una luna de mayo,
asido del relámpago flamígero de un rayo,
o con los duendes gárrulos que juegan en la luz.
Mas en Pegaso vine desde remotos climas,
señor, príncipe, rey o emperador de rimas
sobre el confuso trueno del piélago febril:
¡Salve al coro de Anfiones de estas tierras fragantes!
¡A todos los orfeos del país de los diamantes!
¡A todos los que pulsan su lira en el Brasil!
Tal digo, hermanos míos en la prosapia ibérica.
Saludemos la gloria futura de la América,
que todas las espigas se junten en un haz.
Unamos nuestras liras y nuestros corazones,
que ha llegado el crepúsculo de las anunciaciones,
para que baje el ángel de la celeste paz!
Augurio de ese día se ve en el horizonte.
Hoy tres aves volaron desde un florido monte;
yo las miré perderse en el naciente albor:
un cóndor –que es el símbolo de la fuerza bravía–
un búho –que es el símbolo de la sabiduría–
y una paloma cándida –símbolo del amor–.
Dijo el Cóndor, gritando: la unión da la victoria,
el búho, en un silbido: el saber da la gloria,
la paloma, en su arrullo: el amor da la fe.
Yo –que escruto el enigma de nuestro gran destino–
ante el casual augurio del cielo matutino
siguiendo los tres pájaros en éxtasis quedé.
Pero Pegaso aguarda. Sobre su fuerte lomo
gallardamente salto en un instante, como
el Cid sobre Babieca. Me voy hacia el azur.
¿Acaso os interesa mi suerte misteriosa?
¡Buscadme en mi magnífico palacio de la Osa,
o en mi torre de oro, junto a la Cruz del Sur!
Del Ancho Mar Sonoro Fui Pez en los Cristales…
Del ancho mar sonoro fui pez en los cristales,
que tuve los reflejos de gemas y metales.
Por eso amo la espuma, los agrios peñascales,
las brisas salitrosas, los vívidos corales.
Después, aleve víbora de tintes caprichosos,
magnéticas pupilas, colmillos venenosos.
Por eso amo las ciénagas, los parajes umbrosos,
los húmedos crepúsculos, los bosques calurosos.
Pájaro fui en seguida en un vergel salvaje,
que tuve todo el iris pintado en el plumaje.
Amo flores y nidos, el frescor del ramaje,
los extraños insectos, lo verde del paisaje.
Tornéme luego en águila de porte audaz y fiero,
tuve alas poderosas, garras de fino acero.
Por eso amo la nube, el alto pico austero,
el espacio sin límites, el aire vocinglero.
Después, león bravío de profusa melena,
de tronco ágil y fuerte y mirada serena.
Por eso amo los montes donde su pecho truena,
las estepas asiáticas, los desiertos de arena.
Hoy (convertido en hombre por órdenes obscuras),
siento en mi ser los gérmenes de existencias futuras.
Vidas que han de encumbrarse a mayores alturas
o que han de convertirse en génesis impuras.
¿A qué lejana estrella voy a tender el vuelo,
cuando se llegue la hora de buscar otro cielo?
¿A qué astro de ventura o planeta de duelo,
irá a posarse mi alma cuando deje este suelo?
¿O descendiendo en breve (por secretas razones),
de la terrestre vida todos los escalones,
aguardaré, en el limbo de largas gestaciones,
el sagrado momento de nuevas ascensiones?
Tal Vez Moriré Joven… Los Amigos…
Tal vez moriré joven… Los amigos
me vestirán de negro,
y entre dolientes y llorosos cirios
de pálidos reflejos,
colocarán con cuidadosas manos
mi ya rígido cuerpo,
poniendo mi cabeza en la almohada,
mis manos sobre el pecho.
Ojos Negros
Ojos terribles y puros
que me lanzáis el reproche,
ojos que sois cual la noche,
que sois cual la noche obscuros,
ojos que miráis seguros
luz derramando en derroche;
plegando los párpados, broche
de esos radiantes luceros,
no me miréis tan severos,
ojos que sois cual la noche.
Ojos que de extraña suerte
me hacéis vivir o morir;
ojos que me dais vivir
para causarme la muerte,
en vano pretendo fuerte,
vuestro yugo sacudir;
¡ya no puedo resistir
esta esclavitud amada!
¡matadme de una mirada
ojos que me hacéis vivir!
Ojos que lanzáis centellas
para ofuscarse ellos mismos;
ojos que sois dos abismos
donde brillan dos estrellas;
ojos de pupilas bellas
y de extraños magnetismos,
¡por obscuros fatalismos
que no acierto a explicar,
os vuelvo siempre a mirar,
ojos que sois dos abismos!
Si por volveros a ver
me causáis penas mortales,
ojos que sois dos puñales,
víctima vuestra he de ser,
¡no me importa padecer
sufrimientos eternales
si las causas principales
de mis penas merecidas
serán vuestras mil heridas,
ojos que sois dos puñales!
A Rubén Darío
I
Amo tu clara gloria como si fuera mía,
de Anadiomena engendro y Apolo Musageta,
nacido en una Lesbos de luz y poesía
donde las nueve musas ungiéronte poeta.
Grecia en los astros de oro tu nombre grabaría;
en ti, el pagano numen renace y se completa;
mas —con los ojos fijos de Jesús en la meta—
gozas el pan y el vino de tu melancolía.
El águila de Esquilo te regaló su pluma,
el pájaro de Poe lo vago de su bruma,
el ave columbina su corazón de miel.
Anacreón sus mirthos, azucenas y rosas,
Ovidio el misterioso secreto de las cosas,
Pitágoras su ritmo y Scopas su cincel.
II
Liróforo de triste mirada penetrante
que al son órfico ajustas la gama de los seres,
que sabes los secretos pristinos del diamante
y conoces el alma sutil de las mujeres.
Délfico augur, hermético y sacro hierofante
que oficias en el culto prolífico de Ceres,
que azuzas de tus metros la tropa galopante
sobre la playa lírica y argéntea de Citeres;
tu grey bala en las églogas del inmortal idilio,
tu pífano melódico fue el que tocó Virgilio
en la mañana antigua, de alondras y de luz;
tu azur es el radioso zafir del mito heleno,
tu trueno wagneriano el olímpico trueno
¡y tu congoja lúgubre la que gritó en la cruz!
III
Es hora ya que suenen tus líricos clarines
saludando el venir de la futura aurora
de paz. A los cruzados y nobles paladines
que hacen temblar la tierra; es la propicia hora.
Tu lira pon al cuello de la pujante prora,
para que así nos sigan sirenas y delfines;
y que tus versos muestren su espada vengadora
asida por los dedos de airados serafines.
Verbo de anunciaciones de nuestro Continente,
vate proteico, noble, magnífico y vidente,
que tiene de paloma, de abeja y de león;
la gloria te reserva su más ilustre lauro:
humillar la soberbia del rubio minotauro
como el divino Jorge la testa del dragón.
Estatua del poeta modernista hondureño Juan Ramón Molina en el Parque La Libertad de Comayaguela.
El Jardín
Cuelgan racimos de odorables pomas,
negras uvas en gajos tentadores,
fingiendo los alegres surtidores
un murmullo de besos y de bromas.
Dormitan en las ramas las palomas
los buches esponjando arrulladores,
y el capitoso aliento de las flores
unge el follaje y el parral de aromas.
Un sol ardiente esparce sus madejas
de luz, sobre el jardín; y las abejas
un vals preludian, áspero y sonoro.
Bailan las mariposas deslumbrantes,
y picotean pájaros brillantes
unas naranjas que parecen de oro.
Después de que Muera
Tal vez moriré joven… Los amigos
me vestirán de negro,
y entre dolientes y llorosos cirios
de pálidos reflejos,
colocarán con cuidadosas manos
mi ya rígido cuerpo,
poniendo mi cabeza en la almohada,
mis manos sobre el pecho.
Anhelo Nocturno
La lluvia su monótona charla dice afuera.
La puerta de mi cuarto por fin está cerrada.
Quizás en esta noche no grite mi quimera
y goce del olvido profundo de la almohada.
¡Hace ya tanto tiempo que en reposar me empeño,
como si me turbara la fiebre del delito,
que mis ojos enclavo —de los que huyera el sueño—
en la siniestra esfinge del lúgubre infinito!
Mas hoy todos los seres me han parecido buenos,
el cielo azul brindome su calma vespertina,
y —libre de pecados y libre de venenos—
purifiqué mi cuerpo en agua cristalina.
Quiero la paz aquella de la primer mañana
cuando, en el seno de Eva, tranquilo e inocente,
Adán durmió, al arrullo de amor de la fontana,
ajeno a las promesas de la sutil serpiente.
Un nirvana sin término, letárgico y profundo,
en el que olvide todas mis dichas y mis males,
la secreta congoja de haber venido al mundo
a resolver enigmas y problemas fatales.
Ser del todo insensible como la dura piedra,
y no tallado en una doliente carne viva
de nervios y de músculos. O ser como la hiedra
que extiende sus tentáculos de manera instintiva.
No como el pobre bruto del llano y de la cumbre
sujeto a la ley ciega de inexorable sino,
que en sus miradas tiene la enorme pesadumbre
de todo aquel que encuentra muy bajo su destino.
Así gozar quisiera de imperturbable sueño
cuando la noche baja de los cielos lejanos.
Estrellas: derramadme vuestro letal beleño.
Arcángeles: mecedme con vuestras leves manos.
Para que mi mañana florezca como rosa
de mayo, exuberante de vida y de fragancia,
y la tierra contemple, jocunda y luminosa,
con los tranquilos ojos con que la ví en la infancia.
Madre Melancolía
A tus exangües pechos, Madre Melancolía,
he de vivir pegado, con secreta amargura,
porque absorbí los éteres de la filosofía
y todos los venenos de la literatura.
En vano –fatigada de sed alma mía–
sueña con una Arcadia de sombra y de verdura,
y con ello el don sencillo de un odre de agua fría
y un racimo de dátiles y un pan sin lavadura.
Todo el dolor antiguo y todo el dolor nuevo
mezclado sutilmente en mi espíritu llevo
con el extracto de una fatal sabiduría.
Conozco ya las almas, las cosas y los seres,
he recorrido mucho las playas y los Citeres…
¡Soy tu hijo predilecto, Madre Melancolía!
Anhelo
¡Viviese yo en los tiempos esforzados
de amores, de conquistas y de guerras,
en que frailes, bandidos y soldados
a través de los mares irritados
iban en busca de remotas tierras.
No en esta triste edad en que desmaya
todo anhelo –encumbrado como un monte–
y en que poniendo mi ambición a raya
herido y solo me quedé en la playa
viendo el límite azul del horizonte!
Soneto
Esquivando miradas indiscretas,
por oscuros y negros callejones,
al fin logré llegar a tus balcones
cargados de oloríferas macetas.
¡Cuántas pláticas dulces y secretas
llenas de juramentos e ilusiones,
tuvimos en aquellas ocasiones
al voluptuoso olor de las violetas!
¿En dónde estás, oh casta Margarita,
que en mi azarosa juventud lejana
me concediste la primera cita?
Te evaporaste como sombra vana,
y hoy, hecha polvo tu feliz casita,
se ignora dónde estuvo tu ventana.
La Araña
Ved con qué natural sabiduría
las finas hebras a las hojas ata,
y una red teje de fulgor de plata
que la infeliz Aracné envidiaría.
Mas si el viento soplante con porfía
la prodigiosa tela desbarata,
vuelve otra vez a su labor ingrata,
y una malla más tenue alumbra el día.
Hombre, que tus empresas no coronas
porque al primer fracaso o desperfecto
a un esteril desmayo te abandonas;
ten de tu vida y tu vigor conciencia,
y aprende al ver el triunfo de ese insecto
una lección sublime de paciencia.
Sursum
No nos separaremos un momento
porque –cuando se extingan nuestras vidas–
nuestras dos almas cruzarán unidas
el éter, en continuo ascendimiento.
Ajenas al humano sufrimiento,
de las innobles carnes desprendidas,
serán en una llama confundidas
en la región azul del firmamento.
Sin dejar huellas ni invisibles rastros,
más allá de la gloria de los astros,
entre auroras de eternos arreboles,
a obedecer iremos la divina
ley fatal y suprema que domina
los espacios, las almas y los soles.
Fue mi Niñez como un Jardín Risueño
Fue mi niñez como un jardín risueño,
donde a los goces de mi edad esquivo,
presa ya de la fiebre del ensueño
vague dolientemente pensativo.
Sentí en el alma un natural deseo
de cantar a la orilla del camino
halle una lira no cual la de Orfeo
y obedezco el mandato del destino.
Al mirarme al espejo, ¡cuán cambiado
estoy! no me conozco ni yo mismo
tengo los ojos de mirar cansado
algo del miedo del que ve un abismo.
A un Periodista
Que una tizona en tus valientes manos,
la noble pluma con que escribes sea,
para entrar indignado a la pelea,
a herir traidores y a matar tiranos.
Haz que muerdan el polvo los villanos;
áulicos y serviles pisotea,
infunde a aquel que tus escritos lea
fuerza de acción y alientos soberanos.
Que tu rotunda y magistral palabra
tocando cráneos en la plebe estoica
agujeros de luz en ellos abra;
y de allí surja hermosa y fulgurante
la Libertad, como Minerva heroica
de la cerviz de Júpiter Tonante.
Cuelgan Racimos de Odorables Pomas…
Cuelgan racimos de odorables pomas,
negras uvas en gajos tentadores,
fingiendo los alegres surtidores
un murmullo de besos y de bromas.
Dormitan en las ramas las palomas
los buches esponjando arrulladores,
y el capitoso aliento de las flores
unge el follaje y el parral de aromas.
Un sol ardiente esparce sus madejas
de luz, sobre el jardín; y las abejas
un vals preludian, áspero y sonoro.
Bailan las mariposas deslumbrantes,
y picotean pájaros brillantes
unas naranjas que parecen de oro.
En Brasil
Fue mi niñez como un jardín risueño,
donde a los goces de mi edad esquivo,
presa ya de la fiebre del ensueño
vague dolientemente pensativo.
Sentí en el alma un natural deseo
de cantar a la orilla del camino
halle una lira no cual la de Orfeo
y obedezco el mandato del destino.
Al mirarme al espejo, ¡cuán cambiado
estoy! no me conozco ni yo mismo
tengo los ojos de mirar cansado
algo del miedo del que ve un abismo.
Si Muero Joven; Si el Dolor me Mata…
Si muero joven; si el dolor me mata
y en la terrible fosa me derrumba,
te ruego que no vayas, dulce ingrata,
con otro amante a visitar mi tumba;
porque al sentir vuestros iguales pasos
romper la paz que para siempre anhelo,
levantaré los descarnados brazos
para pedirle que me vengue al cielo.