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  • El rigor poético y profundo de José Antonio Rivas
Published by honduras on 14 de mayo de 2025

 

El rigor poético y profundo de José Antonio Rivas

El poeta Antonio José Rivas Aguiluz, fue un poeta y escritor hondureño. Nació en Comayagua en el año 1925, y falleció en esa misma ciudad el 14 de abril de 1995.

Realizó sus estudios superiores en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, en la Universidad de Nicaragua, aunque inicialmente estudiaría leyes, concluiría estudiando en el Instituto Superior de Ciencias Físicas y Matemáticas del Colegio Centroamérica, en Granada, Nicaragua. Fue un destacado docente de las Matemáticas y la Física tanto en Granada como en el Instituto León Alvarado de su ciudad natal. Fue profesor en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

Así mismo, impartió la cátedra de Español en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

También ejerció, durante poco tiempo, el periodismo en León, Nicaragua, de donde retornó al país, luego de la muerte del mítico Rigoberto López Pérez, con quien era compañero de trabajo.

Premios

En el año de 1950 obtuvo la «Flor Natural» en los juegos florales de León Nicaragua.

Luego en 1983 ganó el «Premio Nacional de literatura Ramón Rosa»

Gano el segundo premio en el certamen de poesía convocado por el Club Rotario de Tegucigalpa (1964).

Premio Nacional Poeta metafísico, Calavera de plata de Barcelona (1967).

Premio de Hispanidad de Barcelona (1968).

Premio Ramón Amaya Amador de la municipalidad de Tegucigalpa.

Premio de Hispanidad» el cual fue entregado por Barcelona, España. (1968).

Obras

El poeta Rivas no fue prolífico en cuanto a publicar libros, solo vio luz su poemario «Mitad de mi silencio y El agua de la víspera», ambas publicadas posteriormente por la Editorial Guaymuras.

«La víspera del Agua», fue editado de manera póstuma en 1966, un año después de su muerte

 Al igual se dio a conocer El interior de la sangre (2002) póstumo.

Poemas

 

COMAYAGUA

Como siempre: plegaria y florecida.

Viento lunar en alto campanario.

En la calle el jumento rutinario

Y el medioevo en la casa envejecida.

 

Para la soledad empedernida.

De la noche sangrada del calvario

Hay un fantasma plenipotenciario

Y un alma en pena. Misa requerida.

 

Fijo trajín de ritos clericales

Bajo la piedra de los catedrales.

El mismo viejo amor que nos asiste.

 

Llega la tarde con olor a rosas

Hasta el último azul. Y entre otras cosas

Sabe la gente que eses pueblo es triste.

     

 

         

  Pájaro absorto

 

Yo, pájaro sucesivo

río de aguas habladas

si es querer estar triste,

quiero solo un instante

escaparme del eco de mis cinco sentidos

volar sobre lo muros

(volar para las aves,

río y vuelo en un barco,

ya es morirse dos veces).

Quedar, sin saber cuando

ni donde ni en qué forma,

despojado de todo.

De todo despojado,

mirando el gran poema

desde un pájaro absorto

como un ojo absoluto…

 

 

 

Lugar de la palabra

 

Palabra: rásgame el velo

que me aparta de las cosas.

Amarás como de nuevo

el mundo nace a tu costa.

 

Descubre tu maravilla.

Rompe tu carne y tu veste.

Y en el rumor de la brisa

prende la luz de tu frente.

 

Ni el alma tan oscura

peregrina del misterio,

ni el agua por tan desnuda,

han de golpearte el silencio.

 

Desde tu sangre escondida

abre tu vida y tu muerte.

Y bébete la campesina

sed irremediablemente;

 

que es sed de cántaro roto

y de dolor agrupado,

de arena al sol –sol de plomo–

y de viaje desmayado.

 

Si tu amor es pequeño

como alondra dividida,

la mitad de mi silencio

es la razón de mis rimas

y dime por qué te sabe

la fuente si no te estudia.

Y por qué los alzacuanes

convierten el agua en lluvia.

 

Por qué, di, en tus malabares

le llamas hombre a la arcilla,

si cuando zarpó una nave

no llegó una golondrina.

 

El pez lucha y es su espada

sombra del cuerpo del río.

Eso es verdad y es batalla.

¡Y tú lo llamas destino!

 

La alondra canta y si vuela

es la pestaña del canto.

Y tú dices que es estrella

que nació por el ocaso.

 

En cambio callas que arrullas

el corazón del suspiro,

cuando dices que la espuma

es la sombra del sonido.

 

Cierto que tiene sus dioses

el árbol bajo la tierra

(el azul y el horizonte

son el color de otra pena).

 

Que si al nivel  de tu espejo

te sueñas ya imaginada,

serás el primer destello

nacido al revés del alba.

 

Que si en el césped hay sangre

de besos recién cortados

es porque tiembla en tu talle

la llama azul de los astros…

 

Palabra: siembra el cuerpo

en el alma de las cosas,

y verás altas en tu huerto

ya la rosa de la rosa.

 

Siémbrame un árbol y un nido

–no me preguntes en dónde–

por los ojos de los niños

cruzan pájaros sin nombre.

 

Acerca, acércame el vuelo

de tu abeja rumorosa;

y me sueñas en tus sueños

y al mundo haciéndose a solas…

 

Pues aun sin serte el gerundio

ni el ¡ay! de no saber cómo

en tu hoguera me consumo,

me sigo llamando Antonio.

 

             

    Autoelegía del hombre que se quedó solo

 

                         I

Llano del tiempo firme.

Una piedra. Una cruz.

Escribo desde el mapa llorado de silencio

vertical en la sombra de mi espacio dormido…

Una herida en la tarde.

Yo me vine en la piel de una caricia

desmoronada. En un suspiro.

Dejando el ala curva de mi sangre

para el vuelo del polvo

y de los árboles.

Yo me vine una tarde…

Y hoy sustento otra sombra,

la vista helada

y el corazón quebrándose en mi nombre.

Aquí todo es igual:

crecen signos hermanos

y universos sencillos.

El color de la raza:

un pormenor de copia

ya archivado.

La vanidad no llora,

pero tampoco ríe.

El orgullo es un gallo

sin canto y sin motivo.

La estatura se acuesta,

por humilde,

en la sombra.

La esperanza es sencilla:

ojo inmóvil helando los contornos del tiempo.

El recuerdo: no tanto.

El filósofo sabe por su espejo

que es diáfano testigo de lo que no se sabe.

Y el poeta se suicida en sus alondras

para que al menos sobreviva el ala.

                         I I

Aquí la tierra crece sobre el cuerpo

de un modo natural y sin reservas.

Allí la tierra muere bajo el aire

y al lado de la sangre

y de la lágrima…

Allí muere la tierra

desde la tierra grande de la Patria

hasta la humilde tierra

para beber las lágrimas.

Para tender al niño

que aún implora su almohada.

Para sembrar el vuelo,

la sombra de los árboles.

(Aquí la sombra crece por instinto)

y hasta para querer falta la tierra,

que es carne y savia y nombre de la Patria.

 

Pero esta tierra es mía.

Ni rosas ni plegarias.

Yo me conformo con que en el silencio

le hagan dulce la vida

en lo que puedan

a mi madre,

a mi cercana sangre,

a la gente de amiga claridad,

y al pobre perro

que alargando su olfato entre la sombra

aún espera los viernes mi retorno.

                          III

Aquí la tierra crece sobre el cuerpo

de un modo natural y dulcemente.

Ya no pesan las flores ni las lluvias.

Ya no pesan los días ni los astros

caídos sobre el viento.

Ya no pesa la luz ni su conjunto.

Ya no pesan las piedras,

ni los pastos, ni el salto del conejo,

ni el ala súbita de los murciélagos,

ni la cristiana piel de los corderos.

 

No pesan ni el dolor

ni todo el aire,

ni la noche, ni el sol,

ni la alborada,

ni el sonido, ni el pez, ni la memoria,

ni el olvido, ni el mar…

Sólo, tan sólo pesa, compañera,

sólo pesa una herida

irremediable:

la herida que me abriste en el costado,

compañera del alma, ¿lo recuerdas?

                         IV

Por ti en esta elegía,

por ti,

ya desde el fondo de la muerte

vertical en la sombra de mi espacio dormido:

escribo con mis huesos.                                                                                                                                                  

El silencio

inefable deidad,

luz de puntillas.

De sorprender la delgadez del aire

y el polen original de la caricia

se alimenta su piel.

Lleva en sus labios la niñez del alba

desde que un día

la soledad lo enamoró por señas.

Todo se dijo ya para su boca.

Y es así: tan cercano y tan distante

tan inmenso y tan puro

que se escucha a sí mismo…

 

              

              Ojos de tiempo azul

 

                               I

Ojos de tiempo azul y en la sonrisa

toda la claridad de la mañana.

Por la más alta estrella, soberana

luz entre luz, y por la más sumisa.

 

Por la más dulce y por la más temprana

rosa en el alba y música en la brisa,

más allá de su luz uno divisa

el mar, no más que el mar… ¡y la mañana!

 

Y en el azul azul, azul marino

–mar en el verde azul de sus pupilas–

sueñan el marinero y el camino.

 

Y en el azul total: las ilusiones,

y al paso de sus dalias y sus lilas

todas las aves y las estaciones.

 

                              II

Ojos de tiempo azul y en la mirada

más que lo azul el mar suspira… espera…

Y más que el mar y por la verdadera

alba en el mar, el alma inmaculada.

 

Ojos de tiempo azul. Luz prisionera

entre el ave, la rosa y la enramada,

desde que la ilusión de la llamada

tembló en los dedos de la primavera.

 

Su voz llega en la infancia del sonido

y es la evidencia del zorzal perdido

en el piadoso aroma de los huertos.

 

Pero lo triste en todo marca su hora,

y ha de saber que hambriento nos devora

el mundo de los vivos y los muertos.

 

                              III

Dejo este sueño a mi manera

de regreso de un campo de ceniza

que le corta la flor a la sonrisa

y le niega la luz a la pradera.

 

Dejo este sueño a  un lado de la brisa

que le deba peinar la cabellera,

y en reloj de minuciosa espera

donde mi corazón se pulveriza.

 

Cuando sepa del tierno silabario

como se escribe tórtola y calvario,

ya irá por los senderos decisivos.

 

Y aprenderá los puntos cardinales

deletreando los bienes y los males

que nos causan los muertos y los vivos.

 

 

                  El silencio

 

Inefable deidad,

Luz de puntillas.

De sorprender la delgadez del aire

y el polen original de la caricia

se alimenta su piel.

Lleva en sus labios la niñez del alba

desde que un día

la soledad lo enamoró por señas.

Todo se dijo ya para su boca.

Y es así : tan cercano y tan distante

Tan inmenso y tan puro

que se escucha a sí mismo…

 

              Ante un retrato

 

Yo no quiero ese lienzo de Picasso.

(El pez del pez. La rosa de la rosa).

No quiero que la luz sea otra cosa

cuando duerme en el sueño de un ocaso.

 

No. No quiero ese ruedo de fracaso.

Porque si la cornada es poderosa,

equivocada una alusión furiosa

vira, choca conmigo y muero y paso

 

precisamente a ser lo que no quiero:

la sombra de la sombra. Y siempre muero

en lo convencional de la sorpresa

 

como muere en el lienzo lo querido,

que es la sorpresa de lo parecido,

aunque en el fondo aplauda la marquesa.

 

                    La palabra

 

¿Poeta? No. En verdad yo no lo creo.

¿Visionario? Tampoco. Ya he sentido

que al paso que me pierdo en el olvido

la eternidad me roba lo que veo.

 

Lo real en mí va siendo así aleteo

de un ave que volara de su nido

dejándole su extraño parecido

a la palabra (y va de escamoteo).

 

Que como una ola su revés apura.

Y que, a pesar de todo, es aventura

tiento. Rotundidad. Cúspide. Abismo.

 

¿Metáfora? No. Sangre derramada,

gota a gota, en el tiempo. Y que, aun atada

-y desnuda- a la voz, calla lo mismo.

 

          

La asunción de la rosa

 

Luz de rodillas. Circular aroma

que sobre el prisma del color se empina.

Dulce contrasentido de la espina.

rocío de la nube y la paloma.

 

Espejo del arrullo. Claro idioma.

Súbito embrujo de la golondrina.

palma que limpia el alba y la destina

para la piel del ángel que se asoma.

 

Ala de nieve en redimido vuelo.

Por la espina la cruz se adhiere al cielo

y el viento sabe de lucero erguido.

 

Gota de luna que en su mundo asume

la península breve del perfume

Que es el amor que se quedó dormido

 

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