El portalira nació el 30 de abril de 1878 y murió el 22 de junio de 1964, cuando tenía 86 años, víctima de un paro cardíaco. Estudió derecho en la Universidad Central de Honduras (actual UNAH) y se especializó en criminología en la Universidad de la Sorbona, Francia. Durante su estancia en París fue secretario de Rubén Darío, cuando este dirigía la revista Mundial Magazine, en la cual colaboró.
En Honduras formó parte del segundo y tercer círculo de intelectuales La Juventud Hondureña y Ateneo de Honduras, respectivamente. Fue director de la Biblioteca y Archivos Nacionales. Dirigió las revistas Semana Ilustrada, Germinal y Ateneo de Honduras, de la cual fue cofundador junto con Rafael Heliodoro Valle, FroylánTurcios y Salatiel Rosales.
Como diplomático, representó a Honduras en El Salvador y llegó a ser subsecretario de relaciones exteriores.
Luis Andrés Zúñiga, ilustre escritor muy poco conocido en esta tierra, publicó varias obras entre dramas y artículos periodísticos, pero su volumen de Fábulas es lo más importante en su quehacer literario, situándolo en un lugar muy importante dentro del proceso gestacional de la fábula en Hispanoamérica. Sus fábulas son comparables con las de Samaniego, Esopo o Lafontaine.
Entre sus obras están:
Remy de Gourmont. París, 1912.
Mi vida en París. París, 1913.
Los Conspiradores. Tegucigalpa, 1914.
Fábulas. Tegucigalpa, 1919.
El Banquete (verso y prosa). Tegucigalpa, 1920.
A continuación algunas de sus obras:
Águilas Conquistadoras
“Un día zarpó un barco de la vieja Inglaterra
Con rumbo al Occidente, hacia ignorada tierra
Que hallábase escondida tras las curvas del mar.
El barco iba cargado de tristes inmigrantes
De Quakers que iban a esas tierras distantes
A buscar una patria y formar un hogar.
Nuevo pueblo de Israel, de místicos guerreros
Que de su patria huyeron, con penates y aceros,
De su conciencia oyendo la imperativa voz! …
… Al fin sus ojos vieron una costa florida
Que en la América libre les reservaba Dios.
Como robusto roble que en un día creciera
Y que la vasta sierra con sus ramas cubriera
O singular producto de monstruosa aleación;
Lo que fue débil niño se tornó en gigante.
Esa mísera tribu, en la tierra pujante
Se tornó de improviso en pujante Nación.
Y así como es muy limpio al nacer el torrente
Y que al crecer enturbia su linfa transparente
Hasta que llega, enorme, pero sucio hacia el mar.
Así !oh Yanquilandia, hija de puritanos¡
Armadas nos enseñas las homicidas manos
Y nuestra noble tierra pretendes conquistar.
Se escucha un grito de águilas tras el lejano monte;
Los búfalos ya asoman por el vasto horizonte:
¡Son hijos de la bruma en las tierras del sol!
El quetzal ya revuela sobre la cumbre enhiesta
Y se escucha un rugir en la negra floresta:
¡Son los bravos cachorros del gran león español…”
Lo inanimado
No blasfemo, Señor. Es que no advierte
mi mente, cierta luz en tus arcanos….
¿Por qué el dolor nuestro placer pervierte
y somos desgraciados los humanos?
Después de darnos la insegura suerte
hoscas angustias y deleites vanos,
caemos al abismo de la muerte
y nos comen los lívidos gusanos.
¿De tu esencia no está todo impregnado?
Ah, Señor, nuestro pecho dolorido
más prefiriera ser, de lo que has creado,
roca inmóvil o gota de una fuente;
átomo entre los átomos perdido
de la obscura materia que no siente.
Otoño Espiritual
Hoy nace la primavera,
y se siente en la pradera
una amorosa fruición.
¡Qué hermosa está la Natura!
Va a cubrirse de verdura.
¿No despiertas, corazón?
La vida viene de nuevo
con el botón y el renuevo.
Hay temblor en la Creación,
y parece que la aurora
más bellamente se enflora.
¿No despiertas, corazón?
¡Despierta! Que todo ríe
y la Afrodita deslíe
mil besos en su canción.
El aire aroman las flores
Y cantan los ruiseñores.
¡Ah, estás muerto, corazón!
Estas son algunas fábulas del escritor Luis Andrés Zuñiga.
El Jumento Ambicioso
Cierta noche, un jumento pacía bajo una arboleda, al borde de una fuente. El agua hacía sonar cadenciosamente su música fugitiva, mientras la luna llena, dueña del cielo, derramaba copiosamente sobre los cambios su luz argentada. De pronto un ruiseñor fue a posarse sobre una rama y empezó a entonar el mejor de sus trinos. El canto era tan fino, tan sugestivo, tan amoroso, que, como para hacer más grandiosa la música, la vida de aquel bosque lleno de claridades, parecía en suspensión. El jumento quedó maravillado ante el divino canto. Sintió en su corazón algo como deseo de amar, sintió una impresión dulcísima, al modo de esa que sentimos cuando encontramos por fin un camino ansiosamente buscado.
He aquí mi camino, pensó el jumento; éste que canta es poeta y músico; yo no podré ser músico, pero seré poeta. Y desde el siguiente día empezó a estudiar retórica y gramática. Cuando se creyó buen armado de valiosas reglas, empezó a escribir. Escribió una poesía en la que trabajó de modo penosísimo. Como le había costado tanto, pensé que era magnífica, y lleno de orgullo, fue a ver a su primo, el mulo, para enseñársela.
¡Primo!, le dijo alborozado, he escrito una linda poesía.
El mulo hizo un gesto de sorpresa y le dirigió una mirada de incredulidad.
Voy a leerla, agregó el jumento, y de un tirón rebuznó las estrofas.
Yo creo que vas extraviado, dijo el mulo. Esos versos están malos, porque no tienen sentimiento. ¿Y quién te indujo a hacer eso? Nosotros no servimos para tales cosas.
Tú no entiendes nada de poesía, repuso el jumento. Careces de preparación literaria, por lo que tu juicio tiene un valor puramente negativo.
Si quieres, balbució el mulo, podemos ir a ver al búho, que es doctor en letras, y verás que su juicio no se apartará mucho del mío.
Fueron los dos primos a casa del doctor. Lo encontraron en su gabinete escribiendo un capítulo de su gran obra titulada: ¿A cuál de los árboles de la flora actual, corresponde el árbol del Paraíso que produjo la manzana del pecado? El doctor dejó la pluma y los recibió cortésmente.
Venimos, señor doctor, dijo el jumento, a recabar su autorizada opinión acerca de una poesía que he escrito. La hice en un momento. Se titula: «A una amiga». Es pequeña, pero, como dejo dicho, la hice en un momento.
Lo del tiempo es lo de menos, dijo el búho en tono doctoral. El caso es que el poema sea bueno. Y, después de todo, las piezas más repujadas son las mejores, porque toda obra de improvisación está llena de irregularidades y lagunas. Puede usted darle lectura.
El jumento rebuznó con calor sus estrofas, subrayando los vocablos que consideraba más poéticos, y después le preguntó:
¿Qué le parece mi poesía?
Mis juicios son siempre rectos como los de Alcestes, dijo el búho. Puede usted estar seguro de que sus versos no tienen mérito.
¿Así es que usted no cree que yo sea poeta?
Yo creo que usted no es poeta, murmuró el búho. Todos nacemos para hacer algo. Cada uno de nosotros tienen una cualidad con la que puede triunfar. El topo nació para minero; el castor para arquitecto; el ruiseñor para cantar. Ninguno de ellos es capaz de hacer lo que los otros.
Y dígame usted, doctor, dijo el jumento, ¿podría yo ser escritor?
Ser buen escritor es tan difícil como ser buen poeta, contestó el búho. Y tal vez más difícil, pues la poesía se exige solamente emoción e imágenes, y en la prosa se exige pensamiento.
¿Y cree usted que pudiera yo siquiera ser filósofo?
Ah, mi buen amigo, dijo el búho sonriendo, eso es lo más difícil de todo, pues para ser filósofo es preciso ser sabio. Y ya ve usted que para adquirir sabiduría…
Además, dijo el mulo, riéndose, según he sabido, para ser sabio necesita estudiar, y éste no podría serlo porque es un poco haragán.
El jumento hizo un gesto de impaciencia y le dirigió una mirada de reproche, luego dijo:
Y bien doctor, ¿para qué cree usted que he nacido yo?
¡Para la carga!, sentenció el búho.
Entonces el mulo, con la boca llena de risa, exclamó: Eso es lo mismo que yo le digo, él no quiere creerlo…
El asno, entonces, en un impulso de cólera irreflexiva, dirigió sus partes posteriores hacia el mulo, y le asestó dos patadas. El búho hizo un gesto de reprobación por la conducta poco respetuosa del jumento, pero no dijo nada. Los visitantes se despidieron, y el doctor quedó escribiendo.
El jumento, a pesar de todo, rebuzna de vez en cuando una que otra estrofa, y lo hace más frecuentemente en la estación de sus amores.
Con frecuencia nos equivocamos de camino, muchos que habrían podido hacerse ricos y famosos con cierta profesión, languidecen como unidades mediocres cultivando otras que no es la suya. Vale más un zapatero notable que un mal poeta; ¡y tal vez este poeta hubiera podido ser un talentoso industrial!
Ulises recomendaba a sus tripulantes que se taparan con cera los oídos para que no los cautivasen las sirenas. Las bellas artes y las letras son sirenas que embelesan a todos con sus cantos; pero sólo a unos pocos les ofrecen el don de sus melodías; a otros, los ahogan.
El Águila y la Hormiga
En el hueco de uno de esos peñones andinos, altísimos y helados, tenía su nido un águila. Reposaba indolentemente después de una accidentada y fructuosa cacería, cuando, de pronto, una hormiga que había descendido por el peñón hasta la altura del nido, le dijo con respetuosa voz:
—Señora águila, ¡buenos días! El águila volvió la cabeza, le dirigió una mirada fulminadora, y no le contestó. La hormiga creyó que no había sido oída, y repitió con voz más fuerte:
—¡Buenos días!
—Es increíble que en un cuerpo tan pequeño quepa tanta audacia —dijo el águila—: tu mejor homenaje debería ser el silencio.
—Señora, mi pequeñez… —dijo la hormiga. Pero no continuó, pues el águila, levantando el cuello, lanzó un picotazo en dirección de la hormiga para aplastarla. El choque con la roca fue muy fuerte; pero no lastimó a la hormiga, sino que esta salió proyectada y en vez de rodar en el abismo, por una curiosa casualidad, cayó sobre la cabeza del águila. La hormiga se golpeó, naturalmente, en la caída; pero luego logró descender hasta la piel, y se agarró fuertemente al pie de una pequeña pluma. Repuesta ya del susto y sintiéndose bien afianzada, comprendió que en aquel instante su situación era muy ventajosa. Esta reflexión le dio ánimo para decir al águila:
—¡Señora águila! ¡Ahora quién manda soy yo! El águila sacudió su cabeza como un Júpiter indignado. La hormiga le aplicó un mordisco. Entonces sacó una pata del nido e inclinó la cabeza para rascarse, y destruir con garra aquel huésped importuno. La hormiga la mordió otra vez y se preparó para la lucha; lucha espantosa y larga entre su agilidad inteligente y la fuerza ciega de la garra. A cada zarpazo mal acertado, la hormiga contestaba con un fuerte mordisco. Como la cabeza estaba ya sangrando, el águila comprendió que ella misma con su garra se estaba destrozando, y que en tales condiciones la lucha era muy desigual. Entonces se quedó quieta y dijo a la hormiga: —Dí, ¿qué quieres? —Que vueles —contestó la hormiga. El águila agitó sus alas, y con un ruido semejante al crepitar de un viejo velero, se lanzó al espacio, y pasó por sobre llanuras, bosques y montañas, en raudo vuelo. La hormiga estaba maravillada ante el divino espectáculo de aquella sucesión de horizontes y pensó «¡Qué vasto es el mundo! Yo no habría podido recorrer esa extensión ni en cinco mil años!» Y ebria de azul y de infinito, gritó al águila:
—¡Más arriba! Y el águila subió y subió hasta llegar a las nubes; pero luego se le vio descender a todo vuelo, jadeante de cansancio, y fue a posarse sobre una elevada cresta cubierta de árboles seculares. Entonces la hormiga soltó la pluma, rodó sobre el plumaje del águila y cayó desvanecida entre las hierbas.
Moraleja: La moraleja es viejísima, como el mundo, y es esta: No debemos desdeñar a los pequeños, y mucho menos ofenderles; porque el Destino se complace a veces en ponerlos sobre nuestra cabeza para hacer más humano nuestro corazón y para castigar nuestra soberbia.
La luciérnaga vivía entre un follaje, en el centro de un bosque. Cultivaba virtudes encantadoras, tales como: Una honestidad ejemplar, pero vivía retraída y melancólica, pues no se consideraba dichosa. Sus ambiciones eran muy limitadas y durante sus giras nocturnas, su único placer consistía en ver cómo entre las intermitencias de su linda luz de crisopacio, quedaban sobre la superficie de las hojas un suave temblor luminoso.
El escarabajo, afortunado y oscuro burgués, la perseguía de continuo con epigramas y denuestos.
La llamaba desdeñosamente la noctámbula, y cuando aludía a sus excursiones nocturnas, lo hacía maliciosamente, significando que la guiaban siempre en ellas propósitos poco honestos.
La luciérnaga no ignoraba todo esto: sabía que por tales calumnias la sociedad empezaba ya a mirarla con cierto menosprecio.
Y sufría horriblemente; tanto, tanto que deseaba la muerte y se consideraba la más infeliz de las luciérnagas.
Cierto día, fue a visitarla un cínife filósofo. La encontró llorando. Al verlo, ella le dijo entro sollozos:
¡Oh, noble amigo! Si supiese usted cuan desgraciada soy.
Lo sé bien, dijo el cínife. Sé que el escarabajo la difama y es que él no está conforme con sólo ser venturoso, y tiene envidia de la luminosidad de usted.
Si pudiese yo, dijo la luciérnaga, cambiar mi luz por su ventura…
Pero eso es imposible, silbó el cínife. Cada uno de nosotros tiene un sino, cada uno lleva en la frente el invisible tatuaje de que habla Baudelaire, y hay que someterse a los dictámenes divinos.
En el mundo todo busca el equilibrio, todo está sujeto a la necesaria y suprema ley de las compensaciones.
El murmurador escarabajo es dichoso, pero en cambio es oscuro y mediocre. ¿Qué más quiere? Usted es infortunada, pero fulge como una piedra preciosa. Más aún: es una linda y radiosa estrella de la noche.
Y bien, ¿Qué más quiere? Quien hizo el mundo, lo hizo de la mejor manera; puede usted creerlo.
La disconformidad es pues, en esto, según entiendo lo más suave y razonable; es lo que más conviene a los dos porque escrito está, bella luciérnaga, que ser feliz y luminoso no lo permite Dios.
Moraleja: jamás debe importarte las opiniones que otros tengan de ti, pues muchas veces no eres tú quien tiene el problema. Sino que es el reflejo de la disconformidad personal que posee otra persona, que no soporta ver tus bondades, capacidades y triunfos.
El cisne era un fuerte pensador y un poeta eminente: pero tenía la desgracia de pertenecer al género de individuos a que pertenecía Balzac, que viven siempre envueltos en dificultades económicas, y acosado de continuo por jaurías implacables de venenosos acreedores. Estas circunstancias, que él consideraba como una injusticia de la suerte, pues se creía con derecho para disfrutar de copiosas rentas, habían amargado su existencia. Decepcionado de todo, se decidió a aislarse, para lo cual fue a habitar una quinta de los arrabales de la ciudad, y se dedicó a ciertos estudios, que después fueron los de su mayor predilección: se hizo botanista. Salía muy a menudo por las praderas circunvecinas en excursiones científicas, las que le producían una satisfacción inefable; mas, en cierta ocasión, encontró por azar, a la vera del camino, una planta para él desconocida, lo que le produjo un loco regocijo. ¡Creyóla aún no clasificada! Con la alegría casi infantil, propia del sabio que cree haber hecho un descubrimiento, arrancó una de las hojas más tiernas, y se la comió. El cisne quedó instantáneamente exánime. La noticia de la muerte del cisne, cayó en la ciudad como una bomba. Los periódicos enlutaron sus columnas, y en editoriales necrológicos hicieron su apología con frases rimbombantes. Todos deseaban conocer los detalles de la última escena de su vida y deseaban conocer su última canto; y hasta el camello, con ser quien es, estando en el Club, en un corrillo, al saber la noticia, con voz sollozante, dijo esta frase que, por su augusta simplicidad, se hizo célebre:
—Los que no sabemos leer ni escribir, y jamás hemos pensado, no comprendemos lo que perdemos… Luego sacó el pañuelo y se enjugó una lágrima. Cuando llegó al Senado, que estaba entonces reunido, la infausta nueva, pasó por todos los corazones como un viento de dolor. La augusta asamblea, como movida por un resorte, se puso de pie, en homenaje a la memoria del cisne insigne. —¡Un ilustre pensador ha muerto! — gritó el cóndor. ¡La patria está de duelo! Entonces un honorable hipopótamo, no queriendo quedarse atrás, y deseando hacer valer que él también comprendía la grandeza del cisne, dijo: —¡Ha muerto un grande! Pido que se le vele en capilla ardiente en este augusto recinto. Pido, además, que la sesión se suspenda hasta que sean traídos sus restos ilustres. Hago moción en ese sentido. La moción fue aprobada por aclamación. El cisne fue llevada a la mansión senatorial con la mayor pompa y al son de músicas guerreras, como en los funerales de los príncipes. Se le colocó en un catafalco cuyos negros crespones contrastaban de modo singular con su resplandeciente blancura.
El cisne, hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo que se trataba; porque hay que advertir que el cisne no había muerto. La planta de que se ha hablado más arriba, una de cuyas hojas comió, es un vegetal indio llamado curare, que produce una profunda catalepsia; el cuerpo queda completamente inerte, pero el espíritu permanece perfectamente despierto. El cisne, pues, estaba en estado cataléptico. Se abrió de nuevo la sesión. —Honrando la memoria de este pensador insigne —gritó el águila—, nos honramos a nosotros mismos. Pido que se vote un crédito por cien mil ducados para que se le erija un monumento digno de su gran renombre. Entonces el pavo se puso de pie, y, dirigiendo por sobre los anteojos una mirada circular a la asamblea, con voz solemne dijo: —Perdonaréis que haga oír mi débil y desautorizada voz, después de haber resonado en los ámbitos de este salón la palabra pulcra y conceptuosa del Senador que me ha precedido en el uso de la palabra. Yo opinaría, —y perdonad que me atreva a expresar mi modesta opinión,— que se acuerde una pensión vitalicia a la inconsolable viuda del ilustre extinto. —Esto es muy aceptable,— dijo el mono, poniéndose de pie;— pero a condición de que ella no contraiga nuevas nupcias. El Senador Presidente tocó el timbre para llamar al orden al mono, y le dijo: —Se advierte al honorable Senador que al acordar esa pensión, lo que él pretende que se explique, se sobreentiende. Entonces el mono, haciendo con el índice un significativo signo en el aire, argumentó: —Pero no se podrá negar que, explicarlo claramente, sería lo más previsor… (El cisne, no obstante su situación tan tirante, al oír los discursos del pavo y del mono, se sintió acometido de una incontenible risa interior).
—Pido la palabra, dijo un chimpancé. —A fin de que se conserven por más luengos años los restos venerandos del que lloramos, pido que al punto se le autopsie, se le embalsame y se le momifique. Hago moción en ese sentido. (Al oír estas palabras el cisne sintió por dentro un horroroso temblor). Luego se puso de pie un honorable orangután, célebre por sus oraciones fúnebres, y dijo: —Pido que su cerebro, con el que tanto pensó, y su corazón, con el que tanto sintió, se coloquen en una urna de oro y topacio. Pido también que por decreto especial, esas dos preciosas vísceras, se declaren propiedad del Estado. Hago moción en ese sentido. (Estas palabras produjeron en el cisne el efecto de una poderosa descarga eléctrica. La sacudida nerviosa fue tan violenta, que se operó en él una completa reacción y recobró de súbito el dominio de sus sentidos. Sintió un escalofrío, estiró las piernas y sacudió las alas).
Un lince, que estaba lejos del féretro, se puso de pie, y entrecerrando un ojo dijo:
—¡Colegas! Como que noto que el ilustre finado se mueve… Todas las miradas senatoriales se concentraron sobre el catafalco. El Senador Presidente iba a sonar el timbre, pues en ese instante el cisne se puso de pie, y los honorables Senadores, presas de un pánico horroroso, salieron atropelladamente por puertas y ventanas. Sólo el mono se quedó detrás de unas cortinas para cerciorarse si aquello había sido o no una ilusión óptica. Mas cuando vio que el cisne sacudía violentamente las alas, salió despavorido y gritó: —¡Colegas! ¡El difunto está vivo! Estas exclamaciones del mono fueron para los Senadores que habían quedado retrasados, como una especie de espantoso ¡Sálvese quien pueda!
Entonces, el cisne, en la inmensa soledad de aquel recinto, agitó las alas y dijo: ¡Muy bien! En vida, miserias y tristezas; y después de muerto, gloria. ¡Mil gracias! Valdrían más para mí cien ducados ahora que los necesito, que cien mil para erigírseme un monumento después de haberme autopsiado. Sacudió las alas y tendió su vuelo hacia el azur, pensando, para consolarse, que está más cerca de la divinidad el individuo que tiene la cabeza llena de ideas, aunque sea pobre, que otro que tenga la cabeza vacía, aunque lleve repleta de doblones la faltriquera.
La Cigarra y la Lechuza
Importunaba una cigarra con su ruido insoportable a la lechuza, acostumbraba a buscar su alimento en las tinieblas y a dormir de día en el hueco de una rama. Rogóle la lechuza que se callara, y aquélla se puso a cantar con más fuerza; volvió a suplicar de nuevo, y la cigarra se excitó más todavía.
Viendo la lechuza que ya no le quedaba ningún recurso y que sus ruegos eran despreciados, atacó a la habladora con este engaño: —Ya que no me dejan dormir tus cantos, que parecen sonidos de la cítara de Apolo, tengo el deseo de beber el néctar que Palas me ha regalado ha poco; si no te molesta, ven, lo beberemos juntos. La cigarra, abrasada por la sed, en cuanto oyó alabar su voz voló ávida a la cita. Salió la lechuza de su nido, persiguió a la incauta y le dio muerte.
Moraleja: Quien no sabe ser complaciente encuentra casi siempre el castigo de su soberbia.
Una Fiesta en la Corte
La ciudad estaba de fiesta. Las bulliciosas muchedumbres recorrían los bulevares vivando a los reyes y dando expansión a su alborozo y entusiasmo. Individuos de las provincias habían llegado, en caravanas, a presenciar las fiestas reales, y todos los grandes señores habían venido de sus feudos a rendir el debido homenaje y tomar participación en los festejos, pues se trataba de celebrar con más pompa que de ordinario, el cumpleaños de Su Majestad. Por la noche hubo para el pueblo, girándulas y otros atrayentes espectáculos y para la aristocracia, un baile espléndido.
En los salones palatinos estaba congregado todo lo más florido y fino del reino. El puma, yerno de Su Majestad; el lince, Marqués de Buena Vista; el pavo real, Príncipe y Senescal; la loba, Condesa de Selva Umbría; la gacela, duquesa de Bel Mirar; el cóndor y el quetzal, grandes de primera clase, de esos que pueden estar cubiertos delante de Su Majestad, y numerosos grandes y pequeños vasallos del reino.
Sus Majestades estaban de buen humor, por lo que la alegría se hizo general. La orquesta ejecutó la suntuosa Marcha Real, y seguidamente empezó el baile. Mil parejas, radiantes de entusiasmo, lanzáronse en torbellino a danzar el garorín, el bulcuzcuz y otros bailes no menos elegantes, sugestivos y alegres. De los fastuosos e iluminados salones, con las ráfagas de perfume, salían a esparcirse por el bosque las mil y mil voces que simulaban un amable rumor de colmena. Los que no bailaban, arrimados a los muros, contemplando el frenesí de los parajes, se entretenían en pláticas más o menos interesantes y amenas. No lejos del trono, una corza conversaba con un antílope. Pasó el Príncipe Leo, y al verlos, les dijo:
-¡Piracuelos! Apostaría que estáis hablando de amores.
-Oh, no, Alteza- dijo el antílope.
-¿Y cuándo serán las bodas?
-Nunca, Alteza, murmuró la corza, somos únicamente buenos amigos.
-Yo os prometo –dijo el Príncipe- ser vuestro paraninfo, pero a condición de que al primogénito lo hagamos guerrero. La corza bajó los ojos y se encendió en rubor. El Príncipe, dirigiéndose al antílope, agregó jovialmente:
-¡Picaruelo! ¡Picaruelo! Y le pellizcó una oreja, imitando a Napoleón, quien solía hacer a sus soldados caricias de esta naturaleza.
En el otro extremo estaba un sapo botánico, con la pierna cruzada, explicando a un crisolépido, cómo es que existen vegetales que son animales o animales que son vegetales, y que constituyen el misterioso eslabón de los dos reinos. No lejos, un elefante reía a carcajadas, y un gorrión epigramático decía cosas ruborizantes a una cotorra, la cual ocultaba su rostro lleno de risa tras un abanico de plumas. Y, contrastan con la universal alegría, un chivo viejo desde un rincón, dirigía miradas torvas por todos lados y mostraba su rostro descompuesto. Pasó un pavo, y al verlo, le dijo:
-¡Le veo a Ud. Un poco melancólico!…
-¡Oibó che brutta cosa! –exclamó el chivo en italiano-. ¡Que el diablo me confunda!
-¿Pero qué le pasa?
-¿No ve Ud. a mi esposa?
El pavo dirigió su mirada hacia el centro del salón, y vio a la cabra bailando con el lebrel un animado cake-walk.
-¿No ve usted? – continuó el chivo; ¿No ve usted cómo mueve la cola? ¡Eso es intolerable! ¡Fíjese usted cómo se alza la pata, cómo mueve la cola! ¡Eso es intolerable! Fíjese usted cómo se abrazan! ¡Casi se besan! ¡Por los siete pecados! ¡Cualquiera diría aquí que no soy más que un infeliz cornúpeto!
El pavo se puso a reír, y, para consolarlo, le dijo:
-Eso no vale nada, camarada. Eso le pasa a todos en el mundo. Cornúpeto fue el rey Asuero, cornúpeto fue Putifar; César, Napoleón, Carlos III, fueron también cornúpetos; y con mayor razón nosotros que somos simples mortales…
El chivo, sin poner atención a las palabras del pavo, continuaba dirigiendo a la cabra siniestras miradas de Otelo.
En los jardines, bajo una suave claridad lunar, el leopardo, rodeado de una corte de ruiseñores, águilas y cóndores, departía sobre asuntos de literatura y de filosofía. Este Príncipe era amado y estimado por la “elite” del reino, pues era un gran Mecenas, protector munífico de las artes y los artistas. Y cuentan que sus antepasados fueron ilustres, pues sus nombres fulgen entre la música ondulante y suntuosa del Cantar de los Cantares. Llegó la media noche y con ella la cena. Fue un banquete digno de Trimalción. Después de que hubiéronse consumido las viandas y los vinos, Su Majestad, medio achispado, dijo, dirigiéndose a un ministro:
-Ahora desearía ver las cosas maravillosas que sabe ese taumaturgo extranjero de que habéis hablado. Un chambelán se dirigió a un grupo y habló con el mono. Este, vestido de frac, y con una varilla de marfil en la mano, se adelantó, hizo tres reverencias a Su Majestad, y dijo.
Lo que vais a ver no es obra de magia ni de brujería, pues el Diablo no se mete en estas cosas. Son simples fenómenos naturales que han caído ya plenamente bajo el dominio de la ciencia. Doble visión, desdoblamiento psíquico, adivinación.
Vamos a buscar entre vosotros el médium. Pero mejor es que avance el que desee que lo duerma; pues, para que el resultado sea completo, es menester que haya un deseo definido, neto, de ser hipnotizado.
Nadie se movió de su puesto.
-Yo no me dejaría hipnotizar ni por todo el oro del mundo – dijo una gallina con voz temblorosa- y se agazapó detrás del gallo.
-Bien –dijo el hipnotizador-; entonces vamos a escoger entre vosotros uno cualquiera, pero que tenga animo débil. Y fijó su mirada en el carnero. Le hizo un signo y el carnero avanzó. Empezó a hacerle pases; el médium cerró los ojos y cayó desplomado.
-Ahora –dijo dirigiéndose al Rey-, ¿qué cosa secreta desearía saber Vuestra Majestad?
-Deseo saber que dicen de mí en este momento en el barrio Oeste de la ciudad- contestó, sonriendo.
El mono ordenó al carnero hacer las investigaciones. Después de un rato, el carnero dijo:
-Ya está.
-¿Qué dicen? –preguntó con curiosidad el Monarca, y adelantó la cabeza y se puso la mano en la oreja para no perder palabra.
-Estoy en un sótano –dijo el carnero-. Son políticos en complot. Dicen que Su Majestad es un tirano. (El Rey y todos los cortesanos pusiéronse a reír). Dicen -agregó el carnero- que es un hosco tirano, peor que Nerón.
Todos rieron a carcajadas al oír aquellas palabras, pues era notorio que su Majestad era un Monarca bondadoso y justo.
-Bien –dijo el Rey- que vaya a otra parte. ¿Hasta que distancia podría llegar?
-Puede dar la vuelta al mundo –contestó el hipnotizador.
-Que vaya a la isla de Soronzol, en la Micronesia, y diga qué se murmura de mí.
El hipnotizador dio sus órdenes al médium. El carnero empezó a mover las patas. Todos los circundantes observaban con curiosidad este fenómeno. Para explicarlo, el mono murmuró.
-Es que va caminando. Después de algunos minutos, el carnero quedó inmóvil y dijo:
-Ya está. La expectación se hizo anhelante. Todos ardían en deseos de saber qué cosas se decían de Su Majestad allá en antípodas.
-Habla –le dijo el hipnotizador. El carnero guardó silencio. Como que tenía miedo.
-¡Habla!- gritó el mono. ¡Yo ordeno que hables!
-Es un parque- balbució el carnero. Bajo unos árboles. Son estudiantes. Se están burlando de Su Majestad. Dicen… dicen que es abúlico e imbécil, que está erizado de hijos bastardos y tiene más concubinas que el sabio Rey Salomón.
-¡Qué horror! –exclamó la Reina, indigna. ¡Y yo sin saberlo! ¡Esto es inaudito!
Y se desmayó. Un súbito estupor invadió a todos los corazones. Su majestad se puso lívido, esbozó una sonrisa fúnebre y empezó a dirigir miradas vagas a uno y otro lado. De pronto se recogió sobre el trono, y de un salto, describiendo un gran arco de círculo, fue a caer sobre el carnero, despanzurrándolo. En un abrir y cerrar de ojos lo dejó hecho trizas. Luego, relamiéndose, con paso lento se dirigió al trono. Ante aquella escena, la estupefacción general se convirtió en un temor. Nadie levantó la voz, nadie se atrevió a moverse. Aquel silencio sepulcral sólo fue interrumpido por el zorro, quien celoso de las habilidades del mono, dijo con voz trémula:
-Todos aplaudimos ese hermoso acto de justicia de Vuestra Majestad; pero hay quien crea que el castigo no está completo, pues –salvo mejor parecer de Vuestra Majestad- el mono manifiestamente es coautor o cómplice. Porque ¿qué sabemos si el carnero no hacía más que repetir como autómata las odiosas palabras que mentalmente le dictaba el hipnotizador?
-Ciertamente –dijo Su Majestad. Que me traigan al mono. Pero ya el mono iba muy lejos. Al ver pasar al Rey por los aires, y despanzurrar al carnero, lo primero que se le ocurrió fue la fuga. Y se escabulló por entre las patas de los personajes que estaban en dirección a la puerta. Un miedo de muerte seguía agitando todos los ánimos. Comprendiendo los circunstantes que lo aconsejado por la prudencia era retirarse, cada uno, después de hacer al Rey tres reverencias, fue a buscar su abrigo.
Un osezno, después de ver para todos lados, dijo a un canguro, en voz muy baja:
-¡Hay verdades que amargan!…
Y un hipopótamo, ya en la calle, mientras se ponía el sobretodo, dijo a la grulla:
-Yo siempre le he dicho: Los soberanos, por mansos que
sean, no siempre toleran que impunemente se les diga la verdad…
Sobre un árbol, un Cuervo presumido tenía con el pico un queso asido. La zorra, que lo olía y codiciaba astuta, de esta suerte le apremiaba:
—Adiós, señor don Cuervo, muy buen día. Qué hermoso y qué galán. Usted sería el Fénix de estos bosques, si supiese que a su pluma su voz correspondiese. Con esto el Cuervo se envanece tanto, que emprende hacer alarde de su canto. Abre el pico anchuroso, el queso suelta; atrapolo la zorra y, desenvuelta, le dice:
—Sepa usted, buen caballero, que todo lisonjero vive a expensas de aquel que oído le presta. Bien vale un queso una lección como ésta. Avergonzado el Cuervo y confundido, juró, aunque tarde, ser más precavido.